A penas cruzamos el umbral de la puerta del casino, nos llamó la atención una ruleta. Yo jamás había jugado así que sólo seguí a los expertos. Comenzamos con pequeñas apuestas. LM. y L. inmediatamente ganaron. M. y yo no. Bueno, seguimos, total así es el juego. De pronto, gané una pequeña cantidad (algo es algo) hasta que lo perdí. Nos fuimos los cuatro hacia otro sector, pues al parecer la ruleta no era nuestra ese día. M. se encontró con un colega amigo y se puso a conversar. L. y yo nos fuimos a una máquina tragamonedas. LM. hizo lo mismo, pero a otro sector. L. ganó una cantidad de dinero. Yo, temiendo correr la misma mala suerte de siempre, comencé a jugar con el objetivo de recuperar el dinero que había perdido en la ruleta. Primer intento: game over, segundo intento: game over, tercer intento: game over, hasta que, de pronto, ¡gané cinco mil pesos! Un tesoro a esas alturas. Feliz por haber recuperado lo que perdí en la ruleta, abandoné la máquina. "Hay que saber cuando retirarse" me dije. Ojalá hubiera aplicado el mismo principio diez minutos después.
Me separé de L. y comencé a recorrer el casino sola, hasta que en una máquina vi sentada a LM. Llevaba 20 mil pesos ganados. La miré con cara de pregunta y ella a mi cara de sorpresa. "No entiendo nada de lo que pasa. Le puse dos lucas y de pronto comencé a ganar" me dijo. Esa era su noche. Mire a una mujer que estaba sentada al lado de LM. y llevaba 80 mil ganados. Luego, veo a otro tipo en las mismas máquinas y llevaba ¡150 lucas! Al lado de él había una máquina vacía, así que no lo pensé dos veces y me senté con la convicción de que si todos ganaban, cómo no lo iba a hacer yo. Le puse 10 mil pesos. "Sólo hasta ocho mil, si no gano me retiro". Al comienzo gané, pero luego, comencé a perder. Se apoderó de mi una extraña obsesión. Me decía a mi misma que podría ganar. De pronto, se fueron los 10 mil. Mire a mi alrededor y todos seguían ganando. Le pregunté a M., que había llegado cerca de nosotras, si debería seguir. Él me dijo "dale no más". Así lo hice. Le puse a la máquina diez mil pesos más. Esta vez, el tipo de las 200 lucas comenzó a ayudarme. Me dio muchos consejos para ganar. Me dije "si este tipo anda con esa suerte, me la contagiará". Que absurda se puede llegar a ser cuando se quiere ganar a toda costa. Perdí los 10 mil. No me quedaba más plata. De pronto, el tipo de al lado se fue con las 200 lucas, lo que me pareció una esperanza "¿Y si trato de ganar en su máquina? le pregunté a mi consciencia. Fui al cajero y saqué 7 mil. Llevada por una fuerza extraña me senté en la máquina del tipo y comencé a jugar. En menos de 15 minutos había vuelto a perder. ¡No puede ser! Fue como despertar de un sueño amargo. Vi a mi alrededor y la mujer de al lado seguía ganando. LM. también. Tomé mi ticket por 180 pesos y me paré de la silla con un cargo de consciencia enorme que, pasado los minutos, se transformó en amargura. "No supe cuando retirarme" me recriminé. La lección de esa noche fue justamente esa, saber cuando parar.
Visité a LM. en su máquina unas tres veces, para no llevarle mi mala suerte, y cada vez ganaba más. Me fui a conversar con el amigo de M. y con L. a la barra. No podía prestar atención a la conversación, ya que mi estado de amargura me superaba. Pasó como una hora y llegó LM. con M. Ella nos dijo que M. había pulsado el botón "cobrar" de su máquina. Nosotras en un tono de recriminación le preguntamos a M. por qué le había hecho eso a nuestra amiga. Él nos respondió que lo hizo para que LM., su hermana, no perdiera. Pero LM. sabía que esa noche podría haber ganado más dinero.
Con los triunfos y las derrotas nos fuimos al auto. Estábamos contentas porque LM. había ganado 30 veces lo que había puesto en la máquina. Reflexionamos sobre el buen negocio de un casino y como hay ciertos asuntos que sólo los resuelve la suerte.
Al llegar a casa, L. y LM. se sentaron a conversar. Yo me fui al computador a ver videos de danza árabe. L. sabía que algo me pasaba, pero respetó mi silencio y no me preguntó mayormente. Algunos indicios de mi molestia le di más tarde.
Esa noche nos fuimos a dormir. Durante la madrugada comenzó a llover.
Al despertar en la mañana, notamos que estaba muy nublado y que todo indicaba que seguiría lloviendo. Como ya habíamos descartado que no iríamos a Chiloé, no teníamos nada pensado para ese día sábado. Durante el desayuno, M. nos dijo que había invitado a unos amigos a su casa para el almuerzo y que E. cocinaría curanto con milcao y chapalele. Nos pareció más que atractiva la idea de quedarnos. Faltaban ciertas cosas que comprar en el supermercado, así que M., LM. y yo nos encargamos de eso. L. se quedó en la casa colaborando con E.
Nuestras compras en el super tuvieron el mismo tinte dramatizado que el primer día. Parece que algo ocurre en ese espacio de compras que invita a la liviandad. Compramos vino, verduras, leche, entre otros productos. Con las compras listas nos fuimos a la casa.
Los amigos de M. ya habían llegado. E. tenía listo el curanto con el milcao y el chapalele. Los vinos estaban puestos en la mesa. Antes de sentarnos nos tomamos algunas fotos. Comenzamos a comer. ¡Que cosa más rica el curanto! Disfrutamos cada una de las delicias preparadas. Para qué decir cómo estaba el caldillo . Inolvidable. Antes de terminar de comer llegó a la casa el invitado de M. que faltaba: un señor que se postularía como alcalde de Puerto Montt. Conversamos un rato con él. Al parecer, su visita se relacionaba con unas firmas que debía obtener para su candidatura. M. solidariamente se ofreció a ayudarlo con la recolección de firmas. Después de un rato el señor se fue y M. decidió que el también lo haría pues tenía hora en la peluquería. De este modo, las tres nos quedamos solas en la casa.
Curanto preparado por E. Fotografía: Luisa Campos Ponce. |
El curanto no tardó en hacer efecto. Comenzamos a sentir mucho sueño, por ello, L. y yo decidimos ir a dormir siesta. LM. se quedó viendo televisión en la habitación de M.
Pasaron aproximadamente dos horas y nos despertamos. Con LM. teníamos la seria intención de ir a visitar la librería Sotavento que quedaba en pleno centro; ella nos había dicho que era un lugar de ensueño y con muy buenas ofertas por lo demás. A esas alturas de la tarde, M. ya había llegado a casa y se quejó de que no lo invitábamos a nuestros panoramas. Nosotras, con mucha ternura, le dijimos que por supuesto él estaba invitado, es más, decidimos que después de la librería lo invitaríamos a tomar onces a un rico lugar. Con esa idea en mente partimos los cuatro al centro. Llovía bastante, así que nos abrigamos para la ocasión.
Al entrar a la librería, ricamente perfumada, capturó nuestra atención un mesón con libros en oferta. L. y yo comenzamos a hurgar, mientras LM. se fue al sector de artes. M., por su parte, conversaba con la dueña de la librería, conocida suya. Estuvimos más de media hora explorando aquel lugar que, para tres amigas lectoras, puede ser un paraíso. Después de media hora M. comenzó a presionarnos, pues la dueña debía cerrar. Después de ver muchos libros, LM. decidió llevar uno llamado El código secreto, sobre la proporción áurea en las artes y la ciencia; L.una antología de Pablo Neruda de la editorial Alfaguara, a un excelente precio; y yo, Mi vida, una autobiografía de Isadora Duncan. LM. me había dicho la noche anterior que me regalaría un libro para que no sintiera tanto la pérdida de la plata en el casino. A pesar de que yo sentía que no era necesario, pues uno debe aprender de ciertas experiencias, acepté muy agradecida el regalo. Felices las tres por nuestros nuevos libros, nos fuimos de la tienda.
Cruzamos la calle para dejar los libros al auto y nos fuimos a un café que M. conocía. Era el lugar que buscábamos. Ofrecía deliciosas tortas, kuchen, tartas, strudel, etc. Emocionadas, nos sentamos en una mesa que M. había encontrado, cuya vista daba hacia la costanera. L. pidió un jugo de piña con una tarta de frambuesas; LM. un jugo de piña con una tarta de frutillas; M. un jugo de mango con una torta de hojarasca frutilla crema; y yo, un chocolate con un strudel caliente con helado de vainilla. O sea, fue una once de reyes y reinas.
Ya estábamos terminando de comer, cuando en frente se estaciona una camioneta blanca y de ella baja un hombre muy guapo. Era pálido de rostro, con una frondosa barba color castaño claro, del mismo tono que sus cabellos. Llevaba un pantalón rojo y un polar verde. Las tres nos miramos adivinando a qué lugar se dirigiría el joven buen mozo. Nuestra sorpresa fue grande cuando, luego de acomodar unas cajas, cruzó la calle en dirección al café. "Juan Pablo" lo llamó unas de las chicas que estaba en la vitrina de dulces. Él entró a la cocina. Lo perdimos de vista. Todo indicaba que la suerte, nuevamente, no estaba de mi lado. Por ello, mejor decidimos comprar un kuchen de miga de frambuesa, ya que algo nos decía que con él no nos equivocaríamos. Retornamos a la mesa a ponernos nuestras chaquetas, pues llovía bastante. Salimos del café aún saboreando la once que habíamos tomado.
En el café. Fotografía: Carmen G. Salas Jara. |
Al llegar a casa, como de costumbre -desde que asumí arbitrariamente el cuidado de las perritas samoyedos de M., Luna y Lunita-, les di de comer su porción de alimento multivitamínico. Aproveché de jugar un rato con ellas y de regalonearlas. Me gustaba mucho acariciarlas, pues se entregaban fácilmente, sin ningún recelo. Cuando consideré que quedaron bien y que ya comenzaba a correr el riesgo de llenarme de "nuestras pequeñas amigas", entré a la cocina.
La noche lluviosa se prestaba para comenzar a leer nuestros libros. Las tres nos sentamos en la mesa de la cocina a compartir dos de nuestras pasiones: la lectura y la música. LM. y yo leímos fragmentos de nuestros libros, mientras L. nos leía las letras de las canciones que escuchábamos desde el netbook. Ya habíamos conversado la posibilidad de ver un documental de Mercedes Sosa, el último que grabara en vida con otros artistas, y como la noche se prestaba para ello LM. nos dijo que a las 22.15 hrs. comenzaríamos a verlo.
Llegada la hora, preparamos el living y un picadillo para amenizar el video. LM. dio una bella e inspiradora introducción. Comenzó el video. Las emociones experimentadas en ese momento quedarán en lo más profundo de nuestros corazones. Cuánta pasión y sentimiento nos pudo traspasar esa mujer, una bendición para Latinoamérica y todo el mundo. El documental ya había avanzado bastante cuando M. llegó a verlo con nosotras. También se emocionó mucho.
Cuando concluyó el documental, LM. fue en busca de más Late Harvest, ya que la ocasión ameritaba una buena charla sobre nuestras opiniones. Fue así como comenzó otra de nuestras largas conversaciones nocturnas, acompañadas de la mejor música de Tracy Chapman. Esta vez nuestro desafío fue mayor, ya que decidimos comenzar a comprender el inglés, por ello nos concentramos muchísimo en algunas canciones para comenzar a traducirlas. Hubo buenos intentos, como con The Promise y I'm ready, pero con el resto, al parecer, nos pilló nuestro escaso manejo de vocabulario.
Cuando ya eran las 4 am. decidimos que lo mejor era dormir. Cada una pasó al baño para lavarse los dientes. Esta vez pasé yo de las últimas. Mientras me lavaba, grande fue mi sorpresa cuando en el lugar donde se dejan los cepillos hallé una ¡estalactita! Entre mi risa contenida llamé a LM., quien acudió en el acto a mi llamada. Le indiqué que mirara hacia la dirección del curioso fenómeno natural. Tardó un tiempo hasta que ella también lo consiguió ver. ¡No es posible! Nuestras risas comenzaron al unísono, al punto que L. tuvo que pararse de la cama para ver qué ocurría, ya que no era risa sino una especie de gemido la que dábamos. Creo que nunca habíamos reído tanto en nuestras vidas.
Con la imagen de la estalactita en mi cabeza, me fui a acostar. Como todas las noches antes de dormir, LM. y yo nos quedamos un rato conversando. A LM. le gustaba abrir un poco la cortina de la pieza para mirar las estrellas. En esta ocasión, también abrió un poco la ventana para escuchar el sonido de la lluvia y del viento, sonidos que hasta el día de hoy vienen a mi memoria y, de seguro, a la de ella.
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