Damián fue presa de una emoción que nunca antes había experimentado. Las luces, los sonidos, los cuerpos, los colores, los movimientos eran algo nuevo para él. Sin querer perder un minuto de vista el espectáculo, el joven miró de reojo a su abuelo, Don Antonio, quien lo había invitado al teatro a ver esa obra de danza. El joven se preguntaba cuál sería el propósito que tuvo para llevarlo a ese lugar.
El espectáculo continuaba y Damián seguía absorto por la danza que impregnaba sus sentidos. Pensaba en todas las noches en que se había dormido imaginando encontrarse exactamente en el lugar en el que ahora estaba. Luego, recordó el patio trasero de su casa en el que tempranamente, con a penas cinco años, ensayaba coreografías que él mismo creaba.
De pronto, la música dejó de sonar, el escenario ennegreció y una luz tenue iluminó la silueta de un bailarín, quien comenzó a mover su cuerpo al ritmo del silencio. El joven sintió que su corazón iba a estallar de la emoción. A su vez, Don Antonio pensaba en que eso era todo lo que él había soñado en su vida. Miraba al bailarín sobre el escenario y recordaba con nostalgia que él nunca pudo bailar por los prejuicios que existían en su época. Al viejo se le llenaron los ojos de lágrimas.
Damián se volteó para mirar a su abuelo. Joven y viejo se encontraron. Sus miradas dijeron más que cualquier palabra. Damián sentía un profundo sentimiento de agradecimiento hacia su abuelo, pues ahora entendía que esa invitación no había sido casual, sino un impulso para hacer de él lo que llevaba impreso en el alma. La danza sería su vida.
Así fue como el nieto y el abuelo permanecieron ahí, sentados en completa quietud, unidos por la emoción de un instante único que siempre recordarían.
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