El otro día caminando por Plaza de Armas, divisé un grupo de personas aglomeradas en torno a algo. Lo interesante no fue ver a la gente amontonada (porque cada 10 metros pasa eso en Paseo Ahumada, Estado y, en general, en las calles colindantes a la plaza), sino escuchar cómo reían. Era una ola contagiosa de risas; algunas personas se miraban y sonreían, otras, reían tímidamente como si sintieran cierto temor a ser descubiertos. Yo comencé a intrigarme, pues experimenté una repentina curiosidad por saber qué era lo que tanto les causaba gracia. Así es que me acerqué al gentío y, abriéndome paso entre la multitud, logré llegar al meollo del asunto: un mimo que imitaba a las personas que, tal vez excesivamente ocupadas, no lo tomaban en cuenta. El mimo seguía e imitaba cada uno de sus movimientos, luego, hablaba hacia el público en idioma mimo (aquel que suena como un pito). Cada una de las personas que se encontraban ahí reían a carcajadas, incluso, algunas se enjugaban las lágrimas que caían de sus ojos. Mientras contemplaba aquel espectáculo de risas febriles, medité sobre la importancia de la (son)risa.
Podemos encontrar una basta literatura al respecto, que va desde la risa como reacción biológica hasta la risa como liberación terapéutica. No obstante, a pesar de los valiosos aportes de la ciencia y de las humanidades, este escrito no pretende ser una actualización de aquellos conocimientos, sino que lo que intenta mostrar y rescatar es cómo algo tan sencillo como reír puede ocasionar un quiebre en nuestra rutina citadina. La cualidad más interesante que observé aquella tarde fue que la risa es altamente contagiosa. Es inevitable, por lo menos para mí, no reír cuando escucho a alguien que lo hace. Entonces, al ver a un mimo que camina ironizando los movimientos de otras personas, comienza a brotar aquella risa involuntaria de la que no podemos zafarnos por un buen rato. Es como verse en un espejo, reírse de uno mismo por el rol que asumimos en la ciudad: personas alienadas concentradas en llegar pronto a nuestro fin, mejor aún si no vemos ni escuchamos a nadie. Y, de pronto, llega un personaje desconocido, con su rostro pálido y boca carmín, a romper nuestra rutina para recordarnos qué buen ejercicio es reírse de uno mismo, ser menos graves, permaneciendo receptivos a la (son)risa de otros y, lo más importante, a la de uno mismo.
domingo, 11 de abril de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario