El amor se cansa de ausencias,
de largos silencios y de miradas sin pasión. Se cansa de búsquedas vanas, de falta de interés y de ambigüedad.
No hay corazón que corresponda al desamor, porque simplemente no estamos hechos para términos medios, ni para segundos lugares. Las relaciones a medias, templadas, terminan partiéndonos en dos y congelan nuestro corazón hasta convertirlo en roca.
Nuestra sangre es un torrente que busca, al igual que un río, desembocar en la inmensidad del océano; asimismo, nuestro corazón busca un halo de eternidad en un amor intenso y prometedor, de ahí que los "peros" y las excusas tengan el dejo amargo de lo perecedero.
La ausencia cala en los huesos hasta formar heridas que no cierran por la inconsciencia de quien las produce. No se puede engañar al corazón que palpita al ritmo del misterio, este sabe qué historias y momentos son para él. Sabe qué miradas atraviesan los ojos y calan hasta el fondo. Sabe también qué acciones lo encaminan directo a la felicidad o a la desdicha, pero la mente se interpone para explicar muchas veces lo inexplicable, para dar razones que calman temporalmente lo que el mismo tiempo se encarga de revelar.
Nuestra mente juega con las interpretaciones de los hechos para calmar temporalmente un dolor que tarde o temprano llegará; buscamos justificar aquello que nos perturba por miedo a la soledad, por miedo de encontrarnos frente a nosotros mismos. Nos engañamos y externalizamos las culpas y responsabilidades, nos negamos a ver aquello que siempre ha sido evidente, pero que escondemos tras argumentos coherentes y tranquilizadores, porque la verdad parece perturbadora e insoportable.
Sólo cuando cruzamos del otro lado, de la vereda del desamor, nos damos cuenta de que en el fondo de nosotros está nuestro ser más auténtico y verdadero, sin máscaras, así tal cual somos. Se acabaron los engaños. Desde la otra vereda todo parece nuevo y sorprendente, la libertad toma su lugar y el miedo desaparece.
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