Ayer miré por mi ventana y vi que la oruga que estaba allí desde hace meses, de pronto, comenzó a realizar ciertos movimientos. Primero pensé que había sido idea mía, pero luego de fregarme los ojos comprobé que no era mi vista, si no que ciertamente esa oruga se estaba transformando. Un gran amigo por ahí me había dicho que es un trabajo de largo aliento el que broten alas, pero que, finalmente, se consigue después de tanto orugar.
Mientras miraba a la oruga, pensaba en que realmente ella era muy afortunada, pues le estaban brotando alas en primavera, cuando toda la naturaleza comienza a desenvolverse nuevamente. Coincidencia o no, pensé en que esas alas eran el resultado de un proceso lento y difícil que se inició hace mucho tiempo y en el que ella había trabajado sigilosamente para que, finalmente, sus alas pudieran crecer. También pensé en que ese brote exitoso era consecuencia del medio en el que pudo orugar: un marco de ventana, semicubierto de hojas de árboles y de ramas. Un lugar que le proporcionó la calidez precisa para no morir y una fuerza justa para crecer. Sin ese medio ella no hubiera podido trabajar tal como lo hizo.
Hoy amanecí con la sensación de que la oruga ya no estaba. Y no me equivoqué, abrí la ventana y ya había volado. Miré en dirección al sol de una forma casi instintiva y, de pronto, allí estaba: posada en la rama de un bello Magnolio. Sus alas combinaban de forma perfecta con la elegancia de las flores del árbol. Nunca antes vi combinación más armónica. Por largo tiempo me quedé observando sus movimientos, mientras el viento movía finamente al Magnolio. Un sentimiento de felicidad se alojó en mi corazón, era como si supiera que todo el camino que la oruga tuvo que recorrer al fin encontraba su sentido: el volar libremente entre los árboles, sabiendo que su misión en la vida era ser, sencillamente, una mariposa.
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