Había trabajado tanto que sólo quería dormir. Bebí una taza de té caliente y me fui a la cama. Cuando al fin posé mi cabeza sobre la almohada, sintiendo cada gota de placer que me proporcionaba hundir mis cabellos en ella, cerré los ojos al tiempo que acallaba mi mente para preparar el sueño. De pronto, a lo lejos, comencé a oír unas voces de niños. Abrí los ojos en el acto. Miré cada rincón de la habitación. No había nada. “Debió ser el comienzo de un sueño” me dije. Volví a cerrar los ojos e inmediatamente oí las voces de los niños, ahora mucho más cerca. Sentí el impulso de abrir nuevamente mis ojos, pero esta vez decidí que permanecerían cerrados, pues quería saber de qué se trataba todo este asunto. Las voces de los niños comenzaron a inundar mi habitación, reían y se decían muchas palabras que no alcanzaba a distinguir bien. Al mismo tiempo, comencé a sentir un aroma suave, mezcla de durazno y algodón que se entrelazaba con las dulces risas. Deseé seguir consciente para poder disfrutar de aquel momento que parecía una verdadera fiesta. No sabría explicar bien cuánto duró aquel momento, sólo recuerdo lo bien que me sentía. Y cuando pensé que habían pasado a penas unos minutos, mi despertador sonó. “Ya son las seis de la mañana, hora de levantarme”.
Crucé la puerta de mi trabajo, un poco inquieta por la experiencia poco común vivida la noche anterior. De pronto, ahí estaban: los niños jugando y riendo tal cual como lo había soñado. Me quedé quieta por un momento, mirándolos desde el marco de la puerta. En ese momento supe que no había sido un sueño ni un producto de mi imaginación. Ahí estaban, perfectamente existiendo, mis estudiantes.
domingo, 3 de abril de 2011
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