Transformación es la primera palabra que se viene a mi mente cuando pienso en el otoño. Es cierto que todo siempre está cambiando, pero al observar a las hojas de los árboles cambiar de color, luego caerse, permanecer en el suelo y finalmente fusionarse con la tierra, no puedo evitar pensar aún más en que todo muta a su debido tiempo. Es más, para que algo nazca primero tiene que haber una muerte. Pareciera ser que todo lo nuevo siempre nace desde la tierra y si lo llevamos a un terreno más humano, todo lo que pasa en nuestro interior ocurre mediante ciclos que nos dan muerte y, luego, vida.
Este último tiempo ha sido especialmente difícil. Los cambios llegan a mí sin estar necesariamente preparada o, tal vez, es necesario que lleguen para que "la tierra" quede lista para la siembra. Pienso en esta etapa de mi historia, cuando estoy eligiendo y creando mi propio proyecto de vida, y siento que jamás pasé por un momento como este, lo que me alivia desde la perspectiva de lo nuevo, pero a su vez, me produce mucho miedo, porque es una apuesta, un salto a ciegas. Ahora bien, esto último tampoco lo juzgo (por lo menos ya no, después de harto esfuerzo), porque justamente se presenta el desafío de creer más que nunca en la fuerza de la vida, en el proyecto y misión que hay reservado para mi en alguna parte de este planeta. Esta fe en la vida, en Dios, es al mismo tiempo esperanza: creer en que la vida nos sitúa en circunstancias que nos remecerán y que tarde o temprano nos conducirán a puerto, siempre y cuando "uno ponga los medios".
En estos momentos me siento como esa hoja que se ha desprendido del árbol y que comienza a caer, luego de haber cumplido un ciclo y que está pronta a llegar a la Tierra, a esa gran madre que se encarga de las transformaciones de todo lo que habita sobre ella. Solo pido tener la lucidez de vivir este nuevo ciclo con gran inocencia, con mucha alegría y, sobre todo,con sencillez, disfrutando cada momento sabiendo que es el único que tendré y confiando plenamente en que este es el lugar preciso en el que tengo que estar, tal como aquella pequeña hoja que se entrega pacientemente al espíritu del viento.